REDEMPTORIS MATER

MADRE REDENTORA

María es introducida definitivamente en el misterio de Cristo a través de este acontecimiento: la anunciación del ángel. Acontece en Nazaret, en circunstancias concretas de la historia de Israel, el primer pueblo destinatario de las promesas de Dios. El mensajero divino dice a la Virgen: « Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo » (Lc 1, 28). María « se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo » (Lc 1, 29). Qué significarían aquellas extraordinarias palabras y, en concreto, la expresión « llena de gracia » (Kejaritoméne).

Si el saludo y el nombre « llena de gracia » significan todo esto, en el contexto del anuncio del ángel se refieren ante todo a la elección de María como Madre del Hijo de Dios. Pero, al mismo tiempo, la plenitud de gracia indica la dádiva sobrenatural, de la que se beneficia María porque ha sido elegida y destinada a ser Madre de Cristo. Si esta elección es fundamental para el cumplimiento de los designios salvíficos de Dios respecto a la humanidad, si la elección eterna en Cristo y la destinación a la dignidad de hijos adoptivos se refieren a todos los hombres, la elección de María es del todo excepcional y única. De aquí, la singularidad y unicidad de su lugar en el misterio de Cristo.

El mensajero divino le dice: « No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo » (Lc 1, 30-32). Y cuando la Virgen, turbada por aquel saludo extraordinario, pregunta: « ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? », recibe del ángel la confirmación y la explicación de las palabras precedentes. Gabriel le dice: « El Espíritu Santo vendrá sobre ti yel poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios » (Lc 1, 35).

Por consiguiente, la Anunciación es la revelación del misterio de la Encarnación al comienzo mismo de su cumplimiento en la tierra. El donarse salvífico que Dios hace de sí mismo y de su vida en cierto modo a toda la creación, y directamente al hombre, alcanza en el misterio de la Encarnación uno de sus vértices. En efecto, este es un vértice entre todas las donaciones de gracia en la historia del hombre y del cosmos. María es « llena de gracia », porque la Encarnación del Verbo, la unión hipostática del Hijo de Dios con la naturaleza humana, se realiza y cumple precisamente en ella. Como afirma el Concilio, María es « Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas ».

La Virgen Madre está constantemente presente en este camino de fe del Pueblo de Dios hacia la luz. Lo demuestra de modo especial el cántico del Magníficat que, salido de la fe profunda de María en la visitación, no deja de vibrar en el corazón de la Iglesia a través de los siglos. Lo prueba su recitación diaria en la liturgia de las Vísperas y en otros muchos momentos de devoción tanto personal como comunitaria.

« Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí;
su nombre es santo
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos,
enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia
—como lo había prometido a nuestros padres—
en favor de Abraham y su descendencia por siempre »
(Lc 1, 46-55).

Como Obispo de Roma, envío a todos, a los que están destinadas las presentes consideraciones, el beso de la paz, el saludo y la bendición en nuestro Señor Jesucristo. Así sea.

Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor del año 1987, noveno de mi Pontificado.

IOANNES PAULUS PP. II